¡Cuánto nos gustan los mensajes cifrados! Los códigos ocultos, los homenajes encubiertos, las claves por descifrar... ¿Y si nos sentáramos a ver una serie o una película con la lupa del Inspector Clouseau? Pareceríamos medio bobos, sí, pero después podríamos fardar de haber discubierto teorías de la conspiración por todos lados.
Si aún no queda claro de qué estamos hablando, aquí hemos recopilado alguna de esas famosas curiosidades audivisuales. Y sí, las descubrimos lupa en mano.
Haced clic en la imagen ¡y disfrutad!
Muchos ya no tienen fe en la humanidad, la perdieron en la Guerra de Troya, con la creación de la Inquisición, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, en algún campo de concentración nazi o en una de las Torres Gemelas.
En la entrega anterior relatábamos cómo con el inicio del sonoro había motivado el nacimiento de un nuevo género cinematográfico.
Cuando repasamos la cronología y hablamos de los años 30, lo hicimos para detenernos en los production numbers, pero aún nos guardábamos un as en la manga, ya que esta década nos reservaba también la aparición de una de las parejas más conocidas de la historia del cine: Fred Astaire y Ginger Rogers.
La aparentemente tan bien avenida pareja cinematográfica, no se podía ni ver en la vida real, pero en la pantalla bailaban con toda la química del mundo el cachete con cachete, pechito con pechito y ombligo con ombligo, el "Cheek to Cheek" de Top Hat (Mark Sandrich, 1935). El vestido de plumas de Ginger Rogers en esta escena fue diseñado por ella misma, lo cual hizo que Fred Astaire o detestara nada más verlo y más aún cuando bailando comprobó como las plumas no dejaban de caerse dificultando la ejecución del número. Eficiencia versus elegancia.
Otros dos nombres que llegan hasta nuestros días son Shirley Temple, una niña prodigio de tirabuzones famosos (56 para ser extactos, ni uno más, ni uno menos) y Judy Garland lanzada al estrellato gracias a El Mago de Oz (Victor Fleming, 1939).
¿Y España? ¡Eh! Que España también estaba en el mapa y también se nos daba eso de canturrear por aquí y por allá. Simplemente que nosotros lo hacíamos de forma más castiza, con las zarzuelas como recurso estrella. Algunas de las obras que dieron el salto a la gran pantalla fueron La Verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935) o Morena Clara (Florian Rey, 1934).
Y saltando el charco otra vez, se acercaban los años dorados. En los años 40 los grandes estudios comienzan a crear divisiones especializadas en musicales. La Metro Goldwyn Mayer se puso a la cabeza gracias a Arthur Free, quien se convertiría en productor de títulos como Gigi (Vincent Minelly, 1958) y Un día en Nueva York (Stanley Donen, 1949) con Gene Kelly y Frank Sinatra. Y cómo no, también sería autor, junto con Nacio Herb Town de Make'em Laugh y la canción que todos hemos cantado alguna vez cuando empieza a llover y no tenemos paraguas: Singin' in the Rain.
Y así, cantando bajo la Lluvia, llegamos a los 50, los años clave. Gene Kelly, el bailarín atlético y Donald O'Connor, el acróbata y cómico serían dos figuras destacadas de la época tal y como demuestran en la ya citada Singin' in the Rain (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). En esta misma época, se demostraba que los hombres rudos también bailan en Siete novias para siete hermanos (Stanley Donen, 1954), en números de baile tan largos que detenían el fluir de la historia.
Sin embargo, ya soplaban los vientos de cambio de los 60 y a finales de la década llegó Elvis con un movimiento por aquí un movimiento por allá y millones de fans deseando irse con él a la cárcel en Jailhouse Rock (Richard Thorpe, 1957. Fue de esta manera como llegaban los estilos musicales y las estrellas de la época al género. Y si Elvis podía… ¿por qué nosotros no?, debieron pensar cuatro melenudos de Liverpool que por aquel entonces lo petaban allí donde iban, así que, un poco de peluquería y maquillaje y The Beatles aterrizaron en las salas de cine con A hard day's night (Richard Lester, 1964).
Pero no sería hasta los años 80 que se produciría la total unión con la industria discográfica. El cine musical se verá influenciado por la televisión y el videoclip y la línea que delimita el género se volverá muy difusa. Aparecen películas que sin ser musicales tienen una importante banda sonora como es el caso de Nueve semanas y media (Adrian Lyne, 1986) y Oficial y Caballero (Taylor Hackford, 1982) ambas con la inconfundible voz de Joe Cocker.
En los últimos tiempos ya no existe voluntad revolucionaria del género, aunque siempre existe afán de renovación. Puede que la edad dorada de los musicales haya pasado, pero de vez en cuando, aún podemos ver algunos títulos que nos recuerdan que a veces una canción es el mejor de los diálogos tal y como nos recuerdan Evita (Alan Parker, 1996), The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) o esa que todos habéis visto (por mucho que lo neguéis), ya sea por ver a Nicole enseñar pierna o por imaginar que Ewan McGregor os canta Your Song; ¡reconoced de una vez que habéis visto Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001)!
Hoy en día, tras el auge del videoclip y en plena era de la "segunda pantalla", puede parecer que el musical ya no es lo que era, pero sus características le permiten ser un género que nunca podría llegar a quedar desfasado del todo, ya que siempre puede seguir actualizando sus números, su música y contar historias que nos conmuevan. Venga, reconocedlo, en el fondo a veces os gustaría que la vida fuera un musical y poder declarar amor eterno con una balada empalagosa, mandar a coger amapolas al campo a algún hater con un buen rock o venirse arriba sin más con cualquier baile pegadizo en medio de supermercado.
Un consejo, no todos podemos ser Gene Kelly, así que cuidado con las piruetas. ¡Ah! y otra cosa, nuestra próxima entrega sobre géneros cinematográficos es sobre el cine de terror, así que continuad leyendo en "Susto o Muerte". Como siempre agradecemos todo lo aprendido en las clases de Historia y Géneros Cinematográficos de la Universidad Complutense que elevaron nuestro amor por el Séptimo Arte a otro nivel.
BUSBY BERKELEY
En una era de miseria, depresión y guerras, intenté ayudar a la gente a escapar de todo el sufrimiento, a pensar en otra cosa. Quise hacer a la gente feliz aunque fuera por una hora.
(In an era of breadlines, depression and wars, I tried to help people get away from all the misery... to turn their minds to something else. I wanted to make people happy, if only for an hour.)
"Wait a minute, wait a minute, you ain't heard nothing yet!".
Todo empezó así. Por primera vez en el cine se unían imagen y sonido. Era 1927 y en la pantalla se proyectaba The Jazz Singer (Alan Crosland). Nacía así una unión casi tan fuerte como esa que mantiene a un chicle pegado a nuestro zapato por más que lo intentemos despegar. El sonido abría las puertas a un universo nuevo, dispuesto a recibir a todo aquel hijo de Hollywood que quisiera explorarlo.
Cambiaron muchas cosas, desde las tecnológicas a las narrativas o interpretativas; otras desaparecieron como las orquestas amenizando las proyecciones y también nacieron otras, entre ellas un nuevo tipo de cine: el musical.
La representación de una historia contada a ritmo de una melodía ya había empezado mucho antes, en el teatro y la ópera, pero el hecho de poder hacer un montaje cinematográfico abría al género un abanico de posibilidades enormes que no se pasaron por alto en las grandes productoras (cling, cling, ¡caja!).
Puede parecer un formato artificial y de ritmo aburrido en ocasiones (¡otra canción no por favor!) pero ¿quién no se ha sentido alguna vez tan eufórico como para tener la necesidad de lanzarse a bailar por el parque como Tom en 500 Days of Summer (Marc Webb, 2009)? En ocasiones, una buena música y un movimiento de caderas pueden ser más emotivos que un épico y sensiblero discurso.
El musical es un género que a pocos deja indiferentes: o se ama o se odia. La clave para entenderlo es asumir que al igual que nos tragamos a pies juntillas que los viajes en el tiempo o interestelares son posibles, lo puede ser también el hecho de que alguien se exprese cantando y bailando. En un caso lo ficticio es la narración y en el otro el lenguaje.
Ya en sus comienzos el séptimo arte puso sus ojos en Broadway trasladando su lenguaje y actores a la gran pantalla. Pero, como es comprensible, el cine necesitaría mucho tiempo y trabajo en el desarrollo de un lenguaje propio para huir de la interpretación histriónica del mudo o de una planificación estática derivada del teatro. Vamos, que la cosa aún estaba en pañales y aquello no había por dónde cogerlo.
Se había encontrado la forma de unir imagen y sonido, pero aún había muchos problemas que resolver: a finales de los años 20 en Estados Unidos, muy pocos estudios podían producir cine sonoro o hacer frente al tremendo coste de una "talkie". Por otra parte, se encontraba el problema de las salas de proyección: no todas estaban al día en el último adelanto tecnológico.
Pero como para (casi) todo en la vida, sólo hacía falta tiempo y trabajo. El sonoro fue poco a poco asentándose y se comenzó a experimentar con todas sus posibilidades dramáticas. Con la llegada de los años 30 aparece uno de los grandes nombres del género: Busby Berkeley. Fue el creador de los "production numbers": números de baile en los que se formaban figuras que el espectador podía ver gracias a planos concretos. Gracias a las posibilidades del cine se le aportó al espectador un punto de vista diferente y que un teatro al estilo tradicional no podía experimentar y en el que un grupo de bailarinas podían convertirse, tras un increíble trabajo de producción, dirección y coreografía, en una delicada flor o un gigantesco violín, como podemos ver en este fragmento de Gold Diggers of 1933 (Mervyn LeRoy, 1933) con números musicales creados y dirigidos por este visionario del género.
Hasta los años 60 el género se había decantado por la comedia y por historias de dulzura al borde de un ataque de diabetes, pero fue entonces cuando comenzó una hibridación y se introdujo la tragedia, porque quien canta, sus males espanta. Así que frente a las almibaradas Sonrisas y Lágrimas (Robert Wise, 1965) y Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964), con una Julie Andrews cantando las bondades de la vida, aparece West Side Story (Robert Wise, 1961) contando un drama social.
El musical ya estaba más que asentado, pero a las cosas siempre se las puede hacer mejorar, así que en los años 70 llegó Bob Fosse, un coreógrafo y bailarín que acabaría pasándose a la dirección para dejarnos películas como Cabaret (1972) o All that jazz (1979).Y como ya teníamos el lenguaje, la interpretación y la capacidad de contar historias tanto de comedia como de drama, al género de faltaba una cosa más: el fenómeno fan.
Fueron los seguidores de The Rocky Horror Picture Show (Jim Sherman, 1973) los que se comenzaron a vestir como los personajes de la película recreando sus números musicales y yendo a cualquier parte con un salto a la izquierda, un pasito a la derecha, manos a las caderas y bailoteando el Time Warp.
Esto es a grandes rasgos cómo el cine acogió a una nueva forma de contar historias y como ésta evolucionó con el tiempo. Fueron muchos los nombres y muchas las películas que hicieron que desde el surgimiento del sonoro en los guiones tuvieran que aparecer también pentagramas y pasos de baile.
Como siempre agradecemos todo lo aprendido en las clases de Historia y Géneros Cinematográficos de la Universidad Complutense que elevaron nuestro amor por el Séptimo Arte a otro nivel. Preparaos para la próxima entrega sobre el género musical porque llega un "Duelo de Titanes" ¡Un, dos, cha cha chá!
GENE KELLY“Hay un extraño razonamiento en Hollywood por el que los musicales merecen menos consideración de la Academía que los dramas. Es una forma de clasismo, la misma que mantiene la idea de que el drama merece más galardones que la comedia.”("There is a strange sort of reasoning in Hollywood that musicals are less worthy of Academy consideration than dramas. It's a form of snobbism, the same sort that perpetuates the idea that drama is more deserving of Awards than comedy.")
Había acabado el verano y pese a que Sabina decía que el otoño sólo duraba lo que tardaba en llegar el invierno, el tiempo se le estaba haciendo eterno. Sabía que no podía culpar a nadie de empeñarse en quedarse allí sola esperando; sabía que la llamaban la loca del Muelle de San Blas; pero también sabía que acabaría apareciendo.
Mientras todos se guardaban esperando a una lejana primavera, ella seguiría allí, oteando ese curioso lugar en el que cielo y mar, dos puntos separados por millones de kilómetros, convergen en una línea imaginaria llamada horizonte. Permanecería allí aunque la llamasen loca, porque cuando el Holandés Errante rompiera la armonía de aquel horizonte y llegara a puerto a atracar, ella sería la primera en verlo y despegar sus alas para sobrevolarlo.